La Mujer que Imagina
Lety Ricárdez
Lety Ricárdez
Quieto centinela sobre el empinado terraplén
que entrega a sus ojos la primigenia belleza del valle que se tiende a lo
lejos, Cyrano espera. El clima cálido se somete conforme asciende por las
gallardas montañas que ha dejado atrás.
Soberbio distiende los belfos. Lanza el cuello
a lo alto, otea el viento y le llegan efluvios de la tierra que habita. Desde
su olfato se produce un gozo primitivo que la jibbah estimula y Cyrano
impaciente reprime.
Sus flancos delanteros, tensas saetas colocadas muy por debajo de su cruz, anticipan la sumisa posición de entrega. Empinado de cara al valle, sólo la ausencia de la última vértebra lumbar, propia de su raza, mantiene en alto su cola de largas crines, devolviéndole el porte majestuoso y altanero.
Cyrano extraña al hombre. Ha venido a buscarlo. Lunas inacabables deambularon sobre los cerros, uno solo el caballo, y la mujer que imagina, sin verlo, sin olerlo siquiera.
Sus flancos delanteros, tensas saetas colocadas muy por debajo de su cruz, anticipan la sumisa posición de entrega. Empinado de cara al valle, sólo la ausencia de la última vértebra lumbar, propia de su raza, mantiene en alto su cola de largas crines, devolviéndole el porte majestuoso y altanero.
Cyrano extraña al hombre. Ha venido a buscarlo. Lunas inacabables deambularon sobre los cerros, uno solo el caballo, y la mujer que imagina, sin verlo, sin olerlo siquiera.
Todavía siente Cyrano los firmes glúteos y
poderosos muslos que abrazaran sus flancos. El cuerpo sudoroso impregnado en su
dorso.
El hombre agreste, no es hijo del desierto —como si lo fuera— es hijo de la montaña, de la sierra, de la nube. Jamás su vara le acicateó. Fue la necesidad de someterse, la que rindió su libertad un tiempo.
En su memoria equina estalla la historia milenaria. Sabe, sin recordar: Antes su raza vivió el desierto. La caricia salvaje del beduino dentro de la tienda que evitaba el Haboob y el Simún. Ahí no cae la lluvia, la Virga hace que el agua se evapore antes de tocar la tierra.
Su estirpe es la más antigua. Cuatro mil quinientos años cabalgó bajo miríadas de estrellas. Llevó a cuestas, piel a piel, a la mujer que imagina. Su leve fuerza la clavó sobre la grupa, y sus manos se prendieron ansiosas al cuello arqueado, y a las sedosas crines. Los ijares sintieron la caricia de sus piernas.
La ribera del río gimió bajo el embate de los cascos de Cyrano. Estallaron chispas de las piedras invocando al hombre sordo a los llamados. Sordo y ciego, porque jamás se dio cuenta. La mujer y el caballo eran uno.
Cuando él se fue respiraron al compás, caballo y hembra en comunión. Era el cuerpo del hombre, el que ella llevó consigo sobre el blanco pelaje de Cyrano. Una y otra vez remontaron noches cerradas Cyrano y la mujer. Y fueron tantas, y tan desesperada la búsqueda, que huyeron juventud y agallas. Los femeninos gemidos tocaron el pecho de león, ancho y musculado del caballo.
Una noche de plenilunio, enmudeció de pronto su respiración. Se detuvo el caballo. Ella descendió y, se dejó caer para morir sobre la hierba húmeda.
Eso ha venido a piafar Cyrano. Para eso bajó a la hondonada. Su llamada es bravía. Borbotea su sangre. La nobleza heredada de su mezcla, le hace desear al hombre con premura. Su presencia. Su dirección. Su mano fuerte y suave que depuso su arrogancia.
En él, evoca a la mujer. Siendo hechicera, la sabe parte del hombre y también parte de él. Fueron binomio, conjugación, tótem, Nagual, sólo ellos saben.
Su costillar sin ella está incompleto.
El hombre agreste, no es hijo del desierto —como si lo fuera— es hijo de la montaña, de la sierra, de la nube. Jamás su vara le acicateó. Fue la necesidad de someterse, la que rindió su libertad un tiempo.
En su memoria equina estalla la historia milenaria. Sabe, sin recordar: Antes su raza vivió el desierto. La caricia salvaje del beduino dentro de la tienda que evitaba el Haboob y el Simún. Ahí no cae la lluvia, la Virga hace que el agua se evapore antes de tocar la tierra.
Su estirpe es la más antigua. Cuatro mil quinientos años cabalgó bajo miríadas de estrellas. Llevó a cuestas, piel a piel, a la mujer que imagina. Su leve fuerza la clavó sobre la grupa, y sus manos se prendieron ansiosas al cuello arqueado, y a las sedosas crines. Los ijares sintieron la caricia de sus piernas.
La ribera del río gimió bajo el embate de los cascos de Cyrano. Estallaron chispas de las piedras invocando al hombre sordo a los llamados. Sordo y ciego, porque jamás se dio cuenta. La mujer y el caballo eran uno.
Cuando él se fue respiraron al compás, caballo y hembra en comunión. Era el cuerpo del hombre, el que ella llevó consigo sobre el blanco pelaje de Cyrano. Una y otra vez remontaron noches cerradas Cyrano y la mujer. Y fueron tantas, y tan desesperada la búsqueda, que huyeron juventud y agallas. Los femeninos gemidos tocaron el pecho de león, ancho y musculado del caballo.
Una noche de plenilunio, enmudeció de pronto su respiración. Se detuvo el caballo. Ella descendió y, se dejó caer para morir sobre la hierba húmeda.
Eso ha venido a piafar Cyrano. Para eso bajó a la hondonada. Su llamada es bravía. Borbotea su sangre. La nobleza heredada de su mezcla, le hace desear al hombre con premura. Su presencia. Su dirección. Su mano fuerte y suave que depuso su arrogancia.
En él, evoca a la mujer. Siendo hechicera, la sabe parte del hombre y también parte de él. Fueron binomio, conjugación, tótem, Nagual, sólo ellos saben.
Su costillar sin ella está incompleto.