Olvidé que cuando me casé, usaba zapatos altos y la bolsa del color exacto. Caminaba con paso elástico y firme. Los zancos de los tacones parecían ser parte de mis piernas, podía caminar horas y horas sin sentir cansancio. Para viajar llevaba dos o tres maletas. Eran muchos los vestidos que necesitaba para que no me faltara el adecuado. Aquel que deseaba usar en ese momento. Me pintaba también; poco, porque nunca me ha gustado el maquillaje. Pero me pintaba para destacar mis ojos y pestañas, de las cuales me sentía agradecida y orgullosa.
En las raras ocasiones en que mi marido viajaba solo, era capaz de buscar, horas y horas, un modelo especial de zapatos o un perfume que yo deseara. Una vez la encargada de una perfumería le dijo: —por la forma en que la complace, se ve que su esposa es increíble— Él me compró en esa ocasión un perfume en botella de jade.
En las raras ocasiones en que mi marido viajaba solo, era capaz de buscar, horas y horas, un modelo especial de zapatos o un perfume que yo deseara. Una vez la encargada de una perfumería le dijo: —por la forma en que la complace, se ve que su esposa es increíble— Él me compró en esa ocasión un perfume en botella de jade.
Si ella se refería a mi físico, yo ya no tenía un buen aspecto. Me había vuelto desaliñada y abandoné los tacones. Sabía que mis hijos lo percibían. Otras mamás eran tan acicaladas. Por eso caminaba atrás de mi marido, para disimular, cuando los recogíamos en la escuela, que ellos corrieran abriendo los brazos para lanzarse a los de su papá y no a los de la madre. Aún entonces, mi marido se mostraba orgulloso de mí. Nunca cambió. Estaba claro que seguía mirándome con los mismos ojos que me vio desde la primera vez, y yo, sólo a través de su mirada era hermosa.
Aquí empezaron los olvidos cotidianos, olvidaba reuniones, dejaba a los niños en la escuela el día que me tocaba ir por ellos. Pero no olvidaba mis in domeñables deseos.
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