sábado, enero 27, 2007

II.- Al otro lado encuentro a la mujer y no está sola


Al otro lado del espejo, encuentro a la mujer y no está sola. Una amiga la peina y trenza en sus cabellos flores blancas, tan albas como el mantón bordado que le cubre los hombros, tan claras como la luz que traviesa retoza en su mirada. Ellas ríen felices, mientras yo las contemplo con el cráneo desnudo.

¿Quién es la real, soy ella, o ella es yo? Acaso soy la otra, la que se daña, la que no quiero ser.

Esto del cráneo desnudo no creas que me incomode. Incluso sugiere reminiscencias con un monje budista. Si, un monje, porque el pelo es el adorno de la mujer y lo he perdido, aunque he ganado cierto brillo en la piel que atribuyo a la quimio.

La quimio, ya la solté, ya la dije, esa mala palabra. Nadie vendrá a regañarme por decirla, pero si me regaño yo por provocarla.

Alguna vez cuando era niña; soy cáncer y leí en mi horóscopo: Jamás padecerás del idem.

Así decía, y lo tomé por cierto.

Ya te imaginarás mi desconcierto cuando en un mes tuve no sólo uno, sino dos tipos de cáncer, primero fue leucemia y después linfoma no hodking. Ay que sesudos, si no fuera la enfermedad, bastarían sus nombres para espantarte.

Siempre creí que el cáncer es una enfermedad psicosomática, que la felicidad mantiene a raya y fui feliz, lo elegí, aunque no sólo para escapar de ella.

En ese mes que sufrí el cáncer, la que sufrió fue mi soberbia. Así que no era yo la serena persona que habitaba mi mente.

domingo, enero 14, 2007

Hablando de pozos







¿Cómo me gusta mirar en el pozo?
¿Desde el fondo o hacia el fondo?
Aunque parezca pesimista me gusta mirar desde el fondo, pero déjame que te explique.

Desde el fondo alzo la cara y simplemente veo la luz, no mido la distancia que me separa de ella.
Siempre he creido que es mejor volar que hundirse.
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Sigo intentado hablar desde las imágenes que he encontrado en sus blogs amigos míos. Las tomo prestadas y a cambio les dejo corazón

domingo, enero 07, 2007

Contrición y soberbia

El regreso a la casa lo hice sin darme cuenta. No miré el rostro de mi padre, porque estoy segura que en mi angustia hubiera podido medir el tamaño de la mentira.
A mí que me encantaba Tarzán por su valor para enfrentarse a las fieras, ahora me reconocía cobarde.

No se ni cómo me encontré en casa nuevamente. La cobardía me obnubiló y me cerró los labios y la cordura, pero no me quitó la memoria.

Todavía veo el enorme zaguán de casa de Toña Molina, las bancas de piedra ante la fachada, la oscuridad del portal de la entrada, el silencio opresivo, casi visual de la calle, cuando la madera de la puerta volvió a crujir a mis espaldas.

La cobardía me quitó la alegría también, y las ganas de volver a la escuela.

No se que aberración pasó por mi mente, pero es el caso que al otro día, al ver a Toña le volví la cabeza y le negué el saludo.
Ella me sonrió y yo, como si no la hubiera visto.

Entramos a clases y en mi espalda rebotaban las bolitas de papel que me lanzaba pero no hice intento de recoger ninguna mientras ella estuvo presente.
Después volví al salón, las levanté una a una y entre lágrimas leí:

—Yo quiero ser tu amiga. No te enojes conmigo. No me importa que me hayan pegado.—

Yo también quería ser su amiga pero no podía.
El peso de mi culpa era demasiado para mis pequeños hombros. No podía perdonarme. No merecía su amistad y no sabía como decirlo.
Para nada sirvió ante tan grande falta mi Primera Comunión. Confundí contrición con soberbia.
Si; hablo de la soberbia porque la conocí a partir de entonces. No pude perdonarme y a Toña Molina jamás volví a hablarle.

Toña ya se los dije, dejó la escuela ese mismo año y se fue a vivir a México. Su recuerdo y el de mi mala acción me acompañaron mucho tiempo, es más, me sirvió para ilustrar alguna catequesis testimonial con mi grupo de jóvenes en Familia Educadora en la Fe.

Pero esta historia, tal como me gustan las historias, tiene un final feliz.

Volví a ver a Toña hace unos pocos años, después de mis cincuenta. En cuanto la descubrí me acerqué a ella, y sin esperar, temerosa de no volver a encontrarla, le hablé de aquel episodio y de mi arrepentimiento. Ella me tendió los brazos y cobijó mis retrasadas lágrimas.

La volví a ver ayer en la Misa de mi hermano muerto. Hoy compartimos algo más; ella tampoco tiene pelo. Ella también está en recuperación de su quimioterapia.

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miércoles, enero 03, 2007

¡Ah como amé aquel portafolios rojo de plástico!


¡Ah como amé aquel portafolios rojo de plástico que imitaba además, con ingenuo descaro, la piel del cocodrilo!

Fue cómplice en cuarto de primaria, para esconder estampas de Santos y hacer altares dentro de mi pupitre, después de mi Primera Comunión. También fue el mejor regalo que recibí en ese día.

Lo seguía siendo en sexto, cuando de once años apenas, me perdí en la lectura de mis primeras noveletas. Corín Tellado era mi autora favorita y pronto sus historias, sustituyeron dentro de aquél portafolios a los libros de escuela.

Cuando Toña Molina contó que sus papás nunca la habían reprendido, me dejó con la boca abierta y más cuando me autorizó con dulce seriedad, para decir, si llegaban a descubrirme, que las novelas eran suyas.

La zozobra a cada salida de la casa debe haber sido evidente, porque no tardó mi madrina en abrirme el portafolios cómplice.

Eso y la acusación de la fechoría ante el tribunal mayor en que se constituía mi padre, fueron uno.

Primero, fue el consabido levantar de la falda para dejar inermes, como los tiernos cogollos del helecho, los regordetes muslos. Cinco cintarazos fueron la cuota insólita, pues una mala nota en conducta, o un ocho en tareas hubieran merecido tan sólo tres.

Así fue como medí la enormidad de la falta.

Temblé como una hoja cuando mi padre, sin darme tiempo a reponerme me preguntó de donde había sacado esos libros obscenos.

—Son de Toña Molina— Casi grité, porque ingenua, creí que ahí quedaría todo. Como iba yo a saber que el Licenciado padre de Toña era amigo del mío.

—¿Ah si? Pues vamos a devolverlos— Fue la respuesta, mientras me tomaba del brazo en volandas y casi a rastras me llevaba consigo.

Tuve tiempo de arrepentirme y confesar, lo sé; mientras sorbía lágrimas y caminamos o volamos las cuatro cuadras que distaban a la casa de Toña.

Lejos de eso —A ella no le pegan, a ella no le pegan, a ella no le pegan, a ella no le pegan, a ella no le pe…— Fue la mantra que seguí recitando con los dientes apretados, todavía en el momento que su mamá, una matrona rubia de cabello corto y encrespado abrió la puerta, se enteró del asunto, llamó a Toña y en presencia de mi padre y mía le soltó dos cachetadas a su sorprendida hija.

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Ay todavía me duelen en mi parte no física los golpes que sufrió Toña por mi culpa, pero mejor no les adelanto vísperas, el cuento sigue, y yo también, circulando aquí, con escasa frecuencia, pero con enorme cariño para ustedes.
Abrazos retrasados por las fiestas, pero que durarán por todo el año si Dios nos lo permite, mis queridos amigos.
Si logran descubrir aquí a la malvada, o sea yo, tendrán premio especial. Toña Molina no aparece, porque esta fotografía es de mi cuarto año de primaria, tenía nueve años y cara de buena por aquél entonces, año de mi primera comunión y aquel en que recibí el portafolios. Toña entró a la escuela el siguiente año y se fue a vivir al Distrito Federal a pocos meses del suceso.
Pero dejemos esto, en el próximo post concluímos esta historia.

Gracias por leerme, tú das razón de ser a este blog