Graciela se acurruca en las almohadas, mientras sigue escribiendo:
El cierre de nuestro negocio trastornó la vida de mi marido, más que la mía. En los primeros meses llegué a temer que se enfermara, bendito sea Dios, que ahora se ha puesto en sus manos y se ha serenado. Llegó a decirme que ya no está triste y esto me consuela.
Es curioso pensar cómo la preocupación de todos, es por él, por su salud y por su estado de ánimo. Se preocupan mis hijos, se preocupan mis amigas y todos los que nos conocen. Todas las atenciones se vuelcan hacia él, y yo, que siempre me sentí incapaz para atender el lado práctico de la vida, tuve que hacerlo mientras él se reponía. Aunque debo reconocer que su poder de adaptación es enorme.
Ha vuelto a cantar mientras trabaja en su cocina de juguete. Se que le encanta cocinar para nosotros, pero qué cambio para él, esa cocinita después de haber manejado un gran restaurante y de haber tenido un horario de más de doce horas al día. A esto me refería cuándo escribí acerca de su humildad; para él no hay trabajo pequeño o indigno y para ser feliz sólo necesita ocuparse de algo. ¿Y yo, en qué baso mi felicidad?
En su presencia, puedo responderme sin dudas.
Si es así; hoy que lo tengo más tiempo para mí debo inventar actividades juntos, pero, eso si, también reservarme el espacio que hasta ahora no me había concedido. Tuve sueños pequeños; voy a cumplirlos. No todos los sueños tienen que ser grandes.
Esto de los sueños me trae a la memoria la imagen de Nora. Es importante conocer una Nora en algún momento de la vida. Todos deberían encontrar una. Puede decirse que ha trascendido calendarios.
Vive como si no pesaran sobre ella los números, no diré su edad, pero tiene la suficiente para llamarme "mihijita", o tal vez para ser mi hermana mayor. En realidad su edad no se revela, es Nora la que se rebela a la edad. Está estudiando piano y nos da un concierto con la primera pieza clásica que aprende. Practica yoga y meditación cada mañana, se da tiempo para tomar clases de francés y de baile. Toma clases de tenis. Se cae por correr en la calle. Ha caminado la Ruta de Santiago y vivido en Nepal, pero sobre todas las cosas sabe reír.
Me escuchó hablar de mi deseo nunca atendido de pintar. También de mi resignación por la falta de aptitudes, tal vez por eso, poco después de conocernos, me invitó a visitarla en su casa. Al llegar me mostró dos mesitas largas, cada una con pinceles de diferentes cortes y texturas, acuarelas, un recipiente con agua y papel especial y me señaló una — ¿Quieres pintar, hijita? Pues pinta—.
Las dos nos sentamos. Excuso decirles que las manos me sudaban de los nervios por no saber siquiera como empezar, ni qué pintar.
Ante semejante equipo, asumí que Nora era una experta y sentí timidez por mi inexperiencia. Después de mucho pensarlo decidí hacer una flor de loto que puedes imaginarte, descalifiqué por anticipado.
Al concluir, como una niña me quedé esperando a que Nora terminara. Entonces, me preguntó:
—¿Quieres ver lo que pinté?—. Por supuesto que quería y se lo hice saber.
Mi cara es transparente, lo sé. Mi sorpresa plasmó palabras en mi rostro, ni duda cabe, porque ella, lanzando una alegre carcajada, exclamó:
— ¿Qué? ¿Creíste que sabía pintar?— Apenada respondí que sí. Y ella me dijo:
— ¿Quién me ha dicho a mí, que todo lo que haga lo tengo que hacer bien?—.
Una lección de vida en pocas palabras. Y lo mejor, Nora ni siquiera pareció dar importancia a su regalo. Lo dio sin aspavientos.
Así que ahora me digo, aunque nadie aplauda mi pintura ¿Por qué voy a abstenerme del placer de pintar? ¿Quién me dijo que todo lo que yo haga lo tengo que hacer bien?
Díganme si no, ¿qué me impide aprender a tocar la guitarra, estudiar francés, o tomar clases de pintura? Nada. Sólo el miedo de no hacerlo bien y he preferido escudarme en esta historia, la de estar voluntariamente atada a un ancla, para no volar lejos de mi hogar.
La única verdad es que he tenido miedo de vivir.
No sabía o no quería saber que para vivir, es indispensable levantarse y hacer.