viernes, diciembre 30, 2005

Ante un impacto se hace añicos el cristal

CAPITULO VII
Antonia y Maria
Ante un impacto se hace añicos el cristal.
¿Cuál es mi símil?
El agua forma ondas que cesan lentamente.


I
María comienza a escribir porque la siguiente será ella. En eso Antonia le habla:
—María, quería decirte que me quedé con el corazón en un puño de ver a Carmen tan afectada. Ojalá que logre liberarse de su dolor y también del resentimiento. Yo creo que debe compartir con su mamá todo lo que escribió, aunque también como ella, pienso en todo lo que vendrá.
Pero el motivo principal de mi llamada no es ese, la verdad, quiero decirte que estoy sufriendo una catarsis. Siento la necesidad imperiosa de hablar. ¿Me dejarías ser la próxima?—.
—Sin problema— le contesta María —sin revelarle su desencanto.
—Te lo agradezco tanto Maria, gracias de verdad, no te quito más tiempo— finaliza la otra, despidiéndose en la forma abrupta que le es característica.
—Ahora sí podré decirles todo esto que traigo adentro —se dice Antonia, que está en el estudio de su casa— les va a resultar difícil de creer este estado de ánimo, porque no es propio de mí. Pero ya no me cabe dentro. Y como al mal paso hay que darle prisa, voy a avisarles que no me molesten. Quiero estar sola. No sé si escribiré en este momento, pero sí pondré orden en mis ideas— Sin mayores preámbulos se sienta, se olvida de dar órdenes y casi sin darse cuenta inicia su escritura:
Estoy sorprendida de lo vivido en las últimas semanas. En mi caso el desequilibrio comenzó con esa estúpida demanda laboral que me puso el contador.
Este asunto, debió haber sido uno más, entre tantos que he resuelto a lo largo de mi vida. Lo terrible es la forma en que me afectó. Me llenó de ira. Una ira tan terrible que me asustó. Nunca me había sentido así respecto de nadie. Mira que llegué a decir que si tuviera una pistola se la vaciaba. Y no lo decía por decir. Si en ese momento se hubiera aparecido por la puerta, verdaderamente me sentía capaz de hacerlo, o por lo menos darle un fregadazo en la cara, para que aprendiera que de mí no se burla.
Antonia, sentada frente a su computadora, después de una breve pausa, retoma el hilo de sus pensamientos y sigue:
Me asustó precisamente mi falta de control, esa ira desbocada que no me conocía y que no estaba en proporción con lo que estaba sucediendo. Pues ni que tuviera yo que ver algo con el contador. Es cierto que lo ayudé mucho, pero no deja de ser una gente como cualquier otra de las muchas que he tenido empleadas.
Además, no es la primera persona que me paga mal, ¡peores cosas me han hecho! ¿Por qué, pues, me afectó de esa manera su deslealtad? Es más, llegué a vociferar que la falta no estaba en proporción con mi enojo, pero que así quería seguir, enojada. Lo normal hubiera sido dejar ir la ira, pero, por el contrario, la dejé crecer.
Mi preocupación en asuntos laborales, hasta este momento siempre fue darle a las cosas su justo valor. Siempre dije que podía haber uno o diez desagradecidos, pero que ninguno tendría el poder para cambiarme.
Presumía que siempre sería la misma, y lo decía con gran orgullo. Y ahora tuve que tragarme mis palabras, porque alguien pudo hacerme sentir capaz de desconfiar, hasta de mi sombra.

miércoles, diciembre 21, 2005

Es necesario cortar desde la raiz el mal

Sé que aún lo que he callado va a molestar a mi madre.
Ella leerá entrelíneas, tal vez se sentirá agredida, pero necesita enterarse. Saber que deseo amarla tal como es.

Ella con su vida, yo con la mía.

Es necesario cortar desde la raíz el mal. Bien sabe Dios que mi intención es buena, sólo deseo amar…

Las lágrimas resbalan humedeciendo sus mejillas sin que Carmen haga nada por detenerlas. Las deja llegar hasta su boca y recibe su salobre dulzura.
Todas quedan en silencio, respetando el estallido de dolor. Resulta impresionante para ellas ver al descubierto su vulnerabilidad. Presienten necesario que pase por este duelo para que agote su dolor.

Poco a poco se va calmando. Sus hombros se relajan y los suspiros se espacian. Entonces levanta la cara y vuelve a decir en voz tan baja que casi no le escuchan:

Gracias, amigas. Perdónenme, por favor, espero no haberlas afligido, creo que nunca me habían visto llorar, trato de ocultarlo pero la verdad, soy frágil.

En las noches, cuando en medio de mis preocupaciones no puedo dormir, me arrullo, y ni siquiera me sé la letra de las canciones; sólo las tarareo. Sigo la música que me parece recordar de dos o tres nanas que ella cantaba cuando me acunaba en aquel pequeño sillón

Ha vuelto a llorar calladamente y se limpia el rostro con apuro, porque ve pasar al mesero muy cerca y no quiere que nadie más la vea así. Permanecen un rato en silencio. Después Consuelo toma compasivamente la mano de Carmen y la acaricia. María se extiende para tocarla también.
Carmen las mira y sigue diciendo — No se como explicarles por qué resulta importante aquel sillón del que nunca pensé hablarles, viene a ser como una imagen de mi infancia. Aún ahora me parece verlo. Estaba en mi recámara, muy cerca de la puerta que cada noche cerraban cuidadosamente con llave. Esa puerta me separaba de mi madre, en las escasas ocasiones en que ella venía a vernos.
Siempre fue doloroso saberla del otro lado y no poder alcanzarla, por eso, cada noche, antes que la puerta se cerrara, le pedía con insistencia que me acunara en sus brazos y ella, paciente, los descansaba en el cómodo sillón. Ahí me cantaba, como me canto ahora. Estar ahí era tener la certeza de ser amada, como lo fue el yacer en sus brazos.
Ese sillón es lógico que se desmoronó en su día. Su deterioro me dolió, aunque no me asombrara. Lo que no entiendo es el amor entre nosotras...
¿cómo pudo, desaparecer con el tiempo?
La niña en el cuadro muestra ahora la mirada intensa y los ojos brillantes.
Esta vez no murmura, ni interfiere con el silencio. El eco de las últimas palabras, gemido o canto, se arropa en el aroma agridulce del toronjal.
Ninguna habla.
Todas salen calladamente.

sábado, diciembre 17, 2005

Me decido a romper esta cadena que a nadie envilece más que a mí

Pasan cinco días y Carmen no añadió una sola cuartilla.
Su basurero es mudo testigo de sus fallidos intentos. Hoy, firme en su propósito, escribe:
Tengo miedo de lo que puede desatar mi escrito y, no obstante quiero calmar mi tempestad.
¡Qué naturalidad la de Consuelo para escribir cosas que nunca hubiera sospechado que pudiera leer!
Se expuso a sí misma sin misericordia, y aunque también lo hizo con su madrina de quien siempre habló maravillas, pude entender el porqué. Sólo a través de lo que dijo se sigue la pista a la Consuelo actual, pero sobre todo, habló de su madrina porque está muerta. Lo que dijo no puede lastimarla.
En mi caso, mi madre está viva, no deseo exhibirla ni me siento cobarde por no escribir más.
Digo, sólo lo que resulta indispensable.
No me pareció acertada su manera de educar. Quise ayudar cuando aún era tiempo y me dejó de amar. Las consecuencias para mis hermanos han sido funestas.
Lo que pretendí al contradecirla, fue pagar mis deudas de infancia y ser fiel a mí misma. En respuesta fui arrojada y nació el resentimiento que hasta hoy alimenté.
Me decido a romper esta cadena que a nadie envilece más que a mí, Coatlicue despedazada entonces, entre la necesidad de vivir a mi manera y el irrefrenable deseo de cambiar a mi madre.
Despedazada hoy, entre el resentimiento por el daño, del que sólo yo me librara y la necesidad de amarla, así, tal como ella es.

II
Es viernes, pero nadie ha llegado al Morgan. La mesa está dispuesta y la niña en el cuadro también espera. Ahora sí el ligero mohín de su rostro, resulta claramente triste.
Si te sientes como yo, pobre de ti Carmen— se dice la niña, y su voz retumba sin dejarse oir en el espacio vacío del corredor. —No hubo poder humano que me permitiera volar contigo. Yo que voy a todas partes cuando quiero contigo no pude ir. Tú siempre quieres estar sola, tu fuerza aniquiló la mía. Me quedé aquí encerrada y triste. ¿Por qué Carmen, por qué siempre quieres estar sola?—.
Su voz es como un conjuro. En ese momento aparece Carmen, que se sienta sobre la primera silla a su alcance. Pronto llegan las otras.
—Por favor— les dice Carmen. —Vamos a comenzar. No sé si lo que escribí tiene sentido, ni siquiera sé si vale la pena, pero empiezo—.
Sin esperar respuesta, comienza a leer en voz baja y contenida. Al terminar, hace una breve pausa y antes de que alguien intervenga exclama:
—Quiero que me entiendan y acepten mi decisión. No quiero hacer un recuento de los por qué de mi actitud. No intento defenderme. Por el contrario, quiero lanzar el lastre por la borda, liberarme para siempre. No se trata de un simple capricho. Las cosas deben decirse, cuando el hablar o el escribir puede producir un bien. Relatar los hechos detallados ni siquiera a mí me haría bien. Ya es bastante lo dicho.
Callar en este momento tiene otra implicación. Es arrojar el resentimiento al silencio. He sido su prisionera y necesito ser libre. Había olvidado lo que significaba volar y ¿saben qué?, de niña, cuando me sentía amada podía hacerlo.
Ahora necesito el amor a mi madre.
En mi infancia además de consentidora, fue dulce y amorosa conmigo. Quiero deponer mi orgullo, porque ahora que percibo también mis límites, mi coraza de autosuficiencia se resquebraja.
La vida me ha puesto en situación de necesitarla y ella intenta el cambio. Lo sé; lo siento.
Hay un cambio sutil en ella. Pero me ha lastimado tanto, que todavía desconfío.
Aun así, quiero creer que no sucederá otra vez, porque en verdad necesito su amor, aunque no quiero volver a sufrir, he decidido que el amor vale el correr cualquier riesgo.

miércoles, diciembre 14, 2005

Escribo para liberarme de la carga, no para arrojarla a las espaldas de nadie

La ambivalente educación que recibimos debió habernos afectado a todos por igual.
En una marea de restricciones y consentimientos navegamos.
Las parejas tan opuestas entre sí, y cruzadas tan semejantes: madrina-padre y madre-padrino, por sí mismas, bastaban para desconcertar al más pintado.
En ese tiempo, por su dureza aborrecí a los primeros. Hice de los segundos mis ídolos.
En mi descargo puedo decir que no tuve conciencia de mi lucha por la supervivencia. Fue el instinto el que evitó que me hundiera cuando niña.
Fue también el instinto el que en algún momento me condujo al cambio, entonces percibí el consentimiento como un mal.
Antes odié las restricciones. Ahora se que mi estatura creció con ellas.
Mis hermanos no cambiaron. Siguen gustando del consentimiento. Para afirmarlo basta ver su dolorosa realidad.
Ya casada, tuve mayor valor y pretendí ayudarlos, alertar a mi madre de su error, pero ¿se habrá visto semejante desfachatez? ¿Que hijo puede cuestionar el hacer, de quien lo trajo al mundo, sin meterse en problemas?
Mis comentarios hechos ya, desde la madurez adquirida, y que conste que no digo madurez total, porque ni siquiera hoy puedo ufanarme de ella, no fueron bien recibidos.
Aún así, mis hermanos, casi sin darse cuenta, se volvían cada vez más hacia mí, en busca de consejo.
Pronto quedó claro que al atenderlos estaba invadiendo un espacio al que ya no tenía derecho.
Era el hogar de ella, no el mío.
Aún así, arremetí una y otra vez. Deseaba compensarlos por mi egoísmo infantil. Lo único que logré, fue una ruptura casi total con mi madre y por ende con todos mis hermanos.
Fui acusada de todo y no intento defenderme. Resisto y no cedo a la tentación de hacerlo.
La verdad, tan bien como yo la sé, la saben ellos. Sólo necesito decir que el amor por mi familia ardió y se consumió a sí mismo.

“Honrarás a tu padre y a tu madre” fue dicho. Sin que hubiera llevado filacterias, este Mandamiento quedó grabado en mi mente y en mi corazón.
Ya lo he violado al decir. No lo haré más.
Escribo para liberarme de la carga, no para arrojarla sobre las espaldas de nadie.
Nada de lo vivido, que lo hay, justifica el desperdicio de mi vida, centrada en el resentimiento. Sus consecuencias me impiden llegar a la plenitud de mi madurez, se revierten en mi contra y me destruyen.
En algún momento pensé que el resentimiento era venganza.
Ahora sé que fue el absurdo medio que se me ocurrió, para salvaguardar mi libertad. Ya que no logré mi objeto, quise mantenerme lejos.
No quise vivir obrera y a su modo; pretendí delimitar mi espacio fuera de su matriarcado y al hacerlo me desgarré.
Lo que escribo tiene mucho que ver con la forma en que cada una de ustedes (las que han escrito) confrontó su propia realidad. No se trata de una revisión exhaustiva.
Tengo razones para el desamor, pero un recuento analítico de toda vivencia; sería hurgar simplemente en la llaga y no es lo que deseo.
La maraña que estoy desentrañando existe.
Di el paso. Reconocí el resentimiento. Pero no he aprendido a dejarlo de lado. El amor juega a las escondidas conmigo.
Las palabras no fluyen con rapidez y Carmen sabe, por experiencia, que las ideas debe dejarlas madurar.
No seguirá escribiendo.
Se levanta; cierra cuidadosamente su libro de notas y recoge la pluma.
Esas primeras hojas le han resultado dolorosas, como los primeros dolores de un parto.
Guarda bajo llave su cuaderno y se aleja del escritorio. Se descalza y recuesta en la cama de manera forzada, incapaz de permitir que su cuerpo se relaje.
Ni siquiera percibe y mucho menos disfruta la belleza del entorno que ha sabido crear.
Está ensimismada.

sábado, diciembre 10, 2005

Aunque mi voz se expanda, no llenará el vacio.

CAPITULO SEIS
CARMEN
Mis hermanos brillaban.
Donde, d
onde se fueron.
Estos hombres que veo
me estremecen el alma.
I
Aquí estoy, justo en mi turno, tratando de decir.
No podía adelantarme porque eso hubiera sido hacer trampa y un mal comienzo. Tenía que esperar para oírlas a ellas.
Nadie imagina lo difícil que para mí, será escribir. Incrustada en un país Mariano; invadida por el resentimiento hacia mi madre, me siento como si fuera un tumor.
Es Carmen la que escribe.
Sentada en rígida postura frente a su escritorio.
Una alondra canta pegada a mi ventana. Amanece y la mañana me sorprende. Si hubiera escrito en las horas en vela no estaría como ahora, dando vueltas, sin retomar los pensamientos.
Escribo desde la muerte, porque eso y no otra cosa es, ésta inmovilidad. Siento agotada dentro de mí la fuente del amor filial.
Aunque me digo muerta; gracias al desarraigo, me declaro sobreviviente de la hecatombe familiar.
Sobrevivir ahora no me lastima. Es el hecho de que luché por mí, sin volver la vista para ayudarlos en la niñez, o al menos ver si me necesitaban, lo que me inquieta.
Fui la mayor, de cinco hermanos varones y debiera decirse, si generosa hubiera sido, que debí protegerlos.
No lo hice.
Estaba demasiado ocupada defendiéndome.
Mi entorno no fue fácil, mi género, ser mujer, me marcó en desventaja con ellos.
Hasta los juegos y retozos me estuvieron prohibidos, no todos eran propios para mí, que según decían “el aliento me empañaba”.
Eso le sucede al espejo; eso me dijeron, ser mujer.
También lo fue la falta de derecho a estudios. Para qué, si un día habrían de mantenerme.
Ni siquiera fue importante medir capacidad o inteligencia. Siempre un varón sería el mejor, el motivo de orgullo.
¿Y mis logros?
Pues nada del otro mundo para ellos.

miércoles, diciembre 07, 2005

Nunca imaginamos las consecuencias de esta interiorización

Consuelo, le dice compasiva:
— ¡Ay, Esther! ahora te tocó sufrir a ti. Nunca imaginamos las consecuencias de esta interiorización, pero estoy de acuerdo con Antonia, y eso que a ella no le ha tocado hablar. A todas nos han tomado por sorpresa nuestras reflexiones, pero ¿no crees mejor sacar el fruto que dejarlo descomponerse dentro?—.
Esther toma sus hojas, inclina la cabeza en muda afirmación, baja la vista y sin más nada, inicia su lectura con voz clara y profunda. Todas quedan atentas. Nadie toca el plato de toronja que ha traído el mesero. Sólo cuando termina, la misma Esther se apodera de un gajo y lo deja humedecer sus labios resecos.
—Me habías espantado Esther— exclama Antonia —No es que no importe lo que sucede con Raymundo. Indiscutiblemente que los hijos nacen indefensos y dependen de nosotros para ayudarlos en su desarrollo. Lo natural es que crezcan al lado de sus padres, pero tú no dejaste al tuyo en el arroyo, lo pusiste en manos expertas y amorosas. Tú misma fuiste criada así; ¿Por qué entonces te angustiaste tanto por repetir el esquema?—
—Mira Antonia— dice Esther —no olvido que conocen el por qué me ayudaron a criar a mi hijo. También recuerdo que les he platicado que tardé tantos años en tener al segundo, porque no creí justo tener otro hijo, cuando todo mi amor se lo había dado al primero. Me resultaba imposible creer que se pudiera amar con esa profundidad a nadie más, ni siquiera a otro hijo.
Claro que cuando nació el segundo descubrí mi tontería, pero amaba tanto a Raymundo y fue tantos años mi único, que así lo sentía en verdad—.
—Entonces, ¿por qué ahora te sientes mal?— le pregunta Graciela.
—Déjenme poner orden a mis ideas— les pide Esther, quien después de guardar silencio por un momento, continúa: —Lo que escribí no es de ninguna manera un justificante para la actitud con la que mi hijo asume mis errores ni significa que acepte responsabilizarme de su infelicidad. Pero si quiero aceptar mis actos. No es flagelarme, lo hago porque quiero aprender de mis errores.
Ojalá Raymundo entienda un día, que a su edad, sólo él, tiene el rumbo de su destino en las manos. Es el quien tiene que superar las circunstancias de su vida. Mi deber es asumir lo que hice, perdonarme y seguir adelante.
He hecho cuanto he podido para mostrarle mi amor, lo que pretendo hoy, es ser honesta, cómo antes lo fueron Graciela y Consuelo
De Sebastián me duele su soledad; me preocupa el espíritu de contradicción de Carlo, me entristece el resentimiento de Raymundo, y qué decir de la pérdida de mi amistad con Santiago.
Pero la vida de todos ellos está en marcha, ellos y no yo, son y serán los hacedores de si mismos—.
Por esa tarde se ha dicho todo en el Morgan y, tal como ha sido su costumbre, salen sin más comentarios. Sólo queda establecido que Carmen será la próxima.

domingo, diciembre 04, 2005

Alcanza a verse el cielo enrojecido, a través de las ramas del toronjal

III
En el patio del Morgan cae la tarde y alcanza a verse el cielo enrojecido a través de las ramas del toronjal. Cerca, en el lugar habitual de la cita, Esther se encuentra sola, sentada a la mesa.
Sin que nadie se lo pida, un mesero llega y deposita un platón con gruesos y jugosos gajos de toronja ante ella, diciéndole solícito:
—El señor Morgan me ha ordenado que le traiga a probar las toronjas que ha dado este año nuestro árbol, pruébelas por favor, están exquisitas—. Esther le sonríe para agradecer su amabilidad, pues siente que tanto el propietario como el mesero perciben lo que ante esta mesa acontece cada viernes. Tiene las hojas de Consuelo y vuelve a leerlas, porque las propias casi se las sabe de memoria.
Desde arriba, la niña del cuadro le dice:
—Estuve contigo sin siquiera imaginarlo, Esther. Tú me invocaste, no tuve que buscarte y eso fue un regalo. No debes sentirte mal, eres linda y yo te quiero mucho— dice esto y apaga su voz.
Esther no da muestras de escucharla. En eso llegan las otras. Notan los ojos de Esther, enrojecidos. Se ve que ha llorado. Ella les habla y rompe el silencio:
—No sé si es obra de mi imaginación, pero las noto compungidas ¿será que quieren acompañarme? La verdad es que he estado muy triste toda la semana. Todos sabemos lo que duele un hijo, no sólo el nacer, también en cada momento de su vida, cuando se cae, cuando reprueba una clase, cuando un amigo lo traiciona, o cuando deja de admirarnos como padres.
Hoy vine a descubrirme ante ustedes, para decirles que al escribir recapitulé mi realidad y me di cuenta, de que no sólo me fue imposible evitarles dolores a mis hijos, sino que también soy causa de ellos. Esa es mi desesperanza.
Si he descuidado los demás aspectos de mi vida y en éste me descubro en falta, ¿qué es lo que soy?—.
—Mira chiquita—. Exclama Antonia — No venimos aquí para ver cómo te latigueas. Es cierto que tu cara no presagia nada bueno pero, por favor, nada de lo que nos digas puede ser para tanto. Está a la vista que eres una buena madre, porque conocemos a tus hijos.
Sólo recuerda que nadie es enteramente bueno, ni enteramente malo, así que empieza ya —.

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