
También dije que ver a mis hermanos estremece. Aún así, ya quisiera abandonar resentimientos, y estremecerme mirando a Ignacio Javier, con tal de poder verlo.
Hace doce años que nos dejó, y era el menor de todos.
No es nada fácil escribir hoy; lo que antes no dije aquí, aunque si lo hice en un compendio de anécdotas que escribí para Javier Ignacio, su hijo.
Leído fuera de su contexto voy a sonar como una bruja, aún así, paso por ello, pues lo que busco es fluir.
El Anecdotario lo inicié el mismo día de la muerte de Nacho. Javier su único hijo recién decía papá, tenía entonces un año y pocos meses hoy que tiene trece y aún no lo recibe. Esta es su parte final:
“…A tus trece años, cuando te escucho contar delante de tu abuela, con voz enardecida, la proeza de tus primeros pleitos en la escuela, no puedo dejar de preocuparme, porque en ti, escucho hablar a Nacho.
Hace varias semanas, que en tu visita de los viernes a casa de tu abuela, te marchas a hora más temprana y le dices a ella, que acudes a verte con amigos. Tengo entendido que esos amigos, son más grandes que tú, y no le gustan a tu madre, así que vas, sin permiso de ella.
El último viernes, faltando veinte para las cinco ya no estabas, y tu mamá llamó a las siete y media de la noche, para preguntar por ti.
Tu abuela, con una gran sonrisa, me comentó en tu presencia, que ella le mintió a tu madre, diciendo que te habías salido quince minutos antes.
—Entre Javier y yo no existe brecha generacional— me dijo y continuó:
—En cambio Sonia; ya ves que es radical. No lo entiende— y se miraron ustedes como amigos y cómplices.