sábado, febrero 24, 2007

VI.- Tenía Prestancia. Su cabeza de natural altiva

















Trabajó mucho Doña Chelo, en la cocina para peones o cosiendo; hoy pantalones para los hijos, inclinada sobre la máquina, y mañana con capotera y mecate, la boca de los sacos de café, cosechado grano a grano. Entre esta forma de vida y la tierna edad en que llegó a los brazos de su hombre, no hubo tiempo para aprender ni a leer ni a escribir, sin que esto le restara un ápice de aquel señorío que en mi recuerdo emana.

Tenía prestancia. Su cabeza de natural altiva, no se inclinó siquiera al peso del dolor, moral o físico, que de ambos supo. De tantos hijos que parió, varios murieron siendo niños y a ella con el último, el útero se le asomó de entre las piernas y vivió así hasta su último día; Sin confiárselo a nadie, al cabo que desde entonces quedó viuda.

Suena duro que lo escriba, pero basta con esto, para saber que la abuela era templada como el acero del machete, con el que moderó, alguna vez la sombra de cafetos.

Fue guapa en su juventud y siguió siendo bella y oscura, tanto como nuestra gente en la vejez suele serlo.

Cuando yo era muy niña, compartí banca de escuela con niños rubios hijos de extranjeros y debo aquí confesar algo, si para que reviente mi simiente escribo.

sábado, febrero 17, 2007

V.- La abuela Chelo no fue ni ángel ni demonio, tan sólo una mujer














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Escribir, según pienso, es estar en espera. Es concebir desde las manos. Preñarse con palabras. Madurarlas como el fruto y dejar que revienten en tu pluma.

No habitarlas —a las palabras digo— con ángeles y demonios, sólo con personas. Por eso no puedo hablar de preñez, ni de fruto, sin “decir” más y distinto, acerca de la abuela Chelo.

Istmeña que nació con el siglo pasado, y estuvo cerca de tocar los linderos del nuevo. Mujer recia, morena de gruesas trenzas y gran fuerza. Parió quince hijos, montó en mula por los caminos que su hombre hizo a golpe de machete y llegó a ver que sus hijos construían con dinamita.

Dinamita también, se llamaba la mula que montaba y era la más bronca de El Faro, esa finca que ayudó a forjar desde la nada. Ah que hermosa era mi bronca abuela, tanto como los cafetales cuajados de cerezo.

Tengo otro recuerdo de la abuela que me fue transmitido por la dama y tiene la pureza de su entorno.

Un pequeño canal de riego, discurría canturreando, entre su cocina de aromáticos leños y el comedor de la finca.
Ella pasaba y cada vez, sumergía por el placer de hacerlo, sus pies pequeños en el agua cristalina.

Un pie acariciaba al otro y dejaba su piel tan tersa y sonrosada que provocaba pensar, que nunca los posó en el polvo. Delicada maravilla de pies indígenas, siempre descalzos, pero dignos de escarpines de seda.


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Tocó hoy enlazar este texto y ubicarlo finalmente en el que es su lugar. La abuela Chelo no fue ni ángel ni demonio, tan sólo una mujer. Ustedes los que ya lo conocen, perdonarán su introducción, pero era necesaria después del post anterior.

Gracias por leerme, tú das razón de ser a este blog